Allí se encontraba ella, de pie,
serena y preciosa como siempre. Me miraba, se reía, de vez en cuando suspiraba.
Comía un rosado algodón de azúcar, que se quedaba pegado en sus suaves y
rojizos labios. Eran de esos labios carnosos que tan solo al verlos te apetecía
besar.
Recuerdo como si fuera ayer que en uno
de esos grandes bocados a la nube rosa, se interpuso un mechón de su pelo, que
se quedó pegado al algodón como si una fina capa de pegamento se interpusiera
entre esos hilos dorados como el oro o los rayos del sol un día de verano que
nacían de su cabeza para terminar colgados por sus pequeños hombros y ese dulce
que tanto se parece a las hijas del cielo.
¡Qué linda era su tez absolutamente
blanca salpicada por restos del esponjoso que hacía juego con el rosado de sus
mejillas y el azul cielo de sus grandes y despiertos ojos! Ella estaba allí,
delante, estática con su algodón de azúcar cogido de la mano derecha. No le
podía quitar ojo, ella era tan hipnótica. No sabía que decirle, me temblaban
las rodillas. ¿Debía comentarle lo guapa que estaba aquella tarde con su
vestido nuevo y sus zapatitos de charol? Nunca lo sabré, nunca se lo pregunté.
Ya ha pasado tanto tiempo que no se que pudo ser de aquellos críos de 15 años
que jugaban a las miradas en el descampado que estaba al lado de la feria. Las
arrugas y el tiempo se apoderaron de aquellos jóvenes cuerpos
para dejar lo que hoy vemos delante del espejo. Y aunque han pasado muchos años
debo decir que ella sigue igual de hermosa a mis ojos. Nunca olvidaré el
momento preciso en el que se armó de valor, tiró el algodón de azúcar, se
acercó a mí, un muchacho asombrado y me besó. Nunca olvidaré lo que sentí y
nunca olvidaré el sabor de sus labios, aquel sabor a algodón de azúcar, ese
sabor que aún hoy, ya con el pelo
blanquecino, comido por las canas, la tez sumamente blanca como antaño pero
esta vez con pliegues que delatan su avanzada edad, sus ojos, que siguen siendo
del azul del cielo pero sin aquel brillo y los labios que poco a poco han ido
abandonando del todo su color rojizo que tanto los caracterizaba, siguen
sabiéndome a ese esponjoso cachito de cielo que llevamos compartiendo más de 50
años desde aquel día en el descampado de al lado de la feria donde se le
ocurrió comprar un algodón de azúcar y besarme.
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